lunes, 1 de junio de 2009

Parábola Para Un Otoño


Mi jefe y amigo, dentro de veinte años, será un viejito adorable. Tendrá la voz apagada, con balbuceos temblorosos, incapaz de pronunciar palabras con todas sus sílabas, con hondos vacíos en su memoria versátil. Al conversar dispersará ripios de saliva y sus labios no encortinarán completamente el blanco marfil de sus dientes. Su nariz arrugada que años atrás fuera olfativa de peligros, se alzará sobre un pequeño montículo, incapaz de diferenciar el aroma de una rosa, de los vapores desintegrados de la naturaleza muerta. Sus ojos con reflejos irisados confundirá los colores, verá bultos y para saber quién le conversa, solicitará ayuda de un joven lazarillo que lo sacará de apuros de su tiniebla visual. Entonces conversará desempolvando almanaques, con hitos de gloria y registro doloroso de pasajeras adversidades. Con atisbos marrulleros, contemplará unos pocos paisajes de lealtad y muchos abrojos de traiciones. Será un longevo cascarrabias y burlón. En la penumbra auditiva escuchará los elogios tardíos de los pocos amigos que le quedan y lanzará crudos adjetivos para referirse a los judas que lo abandonaron. Padecerá torturas en sus evocaciones apremiantes. Rescatará de los añosos pajonales, muchos capítulos clandestinos cuando periclitaba, al escondido, ante provocativas tentaciones. Su frente, llena de zanjones profundos, estará cubierta por un telón con registro de las picardías zanahorias esparcidas en la travesía de su prolongada existencia. Y en su testa no quedarán siquiera diminutos mechones de nieve.


En la melancolía de los atardeceres escarbará, en el escondite de los recuerdos, los pasajes perdurables de su vida. Allá lejos se oirán los retozos cansados de un bus escalera que tantas veces utilizó en las penurias económicas para visitar a sus entusiastas seguidores. Entre enjalmas con olor a mataduras, al lado de cochinos escandalosos, apaciguando fierezas caninas y conversando con don Raimundo y todo el mundo, llegaba a los extramuros geográficos de Caldas a administrar el sagrado sacramento de la palabra. Rememorará cómo su dicción, inicialmente tortuosa, se fue afilando, cargada de monosílabos mandones y de algunas entelequias discursivas. Mientras sus émulos hacían fiestas sabatinas y domingueaban con sus novias, este campirano montaba en cabalgaduras resistentes, bajaba por caminos estrechos y encharcados y escalaba después, loma arriba, hasta un confín de nubes, en donde encontraba enarbolada la bandera azul. Cómo olvidar el centenar de caballos fogosos, a orillas del río La Miel, jineteados por hombres de rudas bozachas, con gargantas humedecidas con guarapos embotellados en los trapiches vecinos, puestos los zamarros y brillantes los espolines plateados, trémulos de emoción conservadora. Cuando este abuelo benévolo se apeaba de un carruaje maltrecho, aquel paisaje tronaba con vocerío arrollador. En medio de esa algazara, montado en la más briosa potranca del contorno, el Jefe capitaneaba la comparsa, musicalizada con el repique sonoro de los cascos sobre los empedrados y el relincho sofocado de los rocinantes. En lontananza, junto a las estrellas, un pueblo alegre lo esperaba. El cura párroco, a la vanguardia de una multitud, parado en un altillo, y frente a un micrófono bulloso, en prosa cervantina, daba salutación a este Hijo de David. El tañido de las campanas, con sabor de madrugada, las fanfarrias musicales, el colorido chillón de las bastoneras, el aplauso hemorrágico de los campesinos, todo se convertía en una explosiva acuarela tropical.

A pesar de sus malicias, fue ingenuo una y otra vez. Algunas raposas, que después le dieron la espalda, utilizaron su influencia para medrar en nóminas jugosas, atragantarse de honores, hasta lograr pingues jubilaciones.


Hoy se le esconden porque el pecado es cobarde. Los sinsabores de la ingratitud lo convirtieron en un filósofo rumiador de lejanías. Mirará con asco en la llanura, ahora cubierta de sombras, a atorrantes despreciables, cortesanos hincados, intrigantes de pasillos, moralistas hipócritas, lobos hambrientos, cuervos buscadores de carroña, vil resaca del género humano. Por eso los recordará con desprecio.


El anciano de esta fabulilla goza hoy de cabal salud. Con bríos de mocetón, memoria fiel para las añoranzas, lúcido sentido común para sus exposiciones, carácter adobado de prudencia, programado para vivir una centuria. Tiene mirada con proyección de ausencias, acaricia en su garganta una dulzaina incorporada, sabio también en estadísticas electorales. Ha batallado por cuarenta años en el comando del conservatismo.


Por temperamento, es esquivo. Pero ahora, este Omar Yepes Alzate, tendrá qué resignarse a recibir el reconocimiento ciudadano antes de ingresar al invernadero de la historia. Omar, para qué flores en la tumba. En vida, hermano, en vida, se hacen los homenajes.





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César Montoya Ocampo

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Abogado, Periodista, columnista. Escritor Caldense nacido en el bello municipio de Salamina