En el siglo pasado, el Partido Conservador de Caldas registró dos desembarcos victoriosos. El primero estuvo sincronizado por un guerrero colosal. Llevaba caudalosa sangre militar en sus arterias. En el instituto Universitario de Manizales dio muestras de ser un implacable boxeador. Escribió Fernando Londoño que este mozalbete se peleó con sus compañeros de curso. Para zanjar el pleito surgido por dispares criterios sobre Sócrates, retó uno a uno en sucesivas vespertinas para liquidar a puño cerrado sus diferencias conceptuales. La mano de tendones ásperos se impuso en los faldudos potreros que sirvieron de escenario a aquellos púgiles novatos. El peligroso espadachín pasó después a Medellín. Allí, bajo los verdes quitasoles del Parque de Berrío, autodescubrió múltiples facetas de su impetuosa personalidad. Llenó su poroso cerebro de latines, acumuló inútiles incisos, se atarugó de libros y comenzó a planear un asalto a la fortaleza conservadora de Antioquia. Biche aun para las comandancias, fue admitido en jerarquías menores, con gran recelo de los generales que le adivinaban su innata aptitud para los abordajes peligrosos. Desde entonces fue un insubordinado contra Laureano Gómez. Esas imprudencias lo obligaron, como abogado, a refugiarse en Manizales. Aquí se convirtió en un asceta productivo. Se hizo amigo de poetas, fraternizó con Arturo Zapara, generoso mecenas de intelectuales, inundó su alma de lecturas que lo familiarizaron ideológicamente con Hitler y Mousollini. Hizo vestir de camisas negras a la juventud fanática que lo seguía y para subsistir congruamente se entretenía ejerciendo la profesión. Gran civilista fue, amén de galanteador de reinas, anfitrión de líridas conspicuos. De memoria feliz, sorprendió a Neruda, Carranza y al Conde Agustín de Foxá recitándoles con fidelidad pasmosa las producciones poéticas de cada uno. Sin embargo, era un frustrado. Ni las bellas damas del Club Manizales, ni los éxitos económicos como jurista, ni los diálogos peripatéticos con Silvio Villegas o con Fernando Londoño tranquilizaban su espíritu. Se sentía acorralado, moviéndose en una vida que no era la suya. Su sangre guerrera hervía a borbotones, y su auténtica vocación lo convocaba a los campos de Marte. El conservatismo, entonces, estaba dirigido por una élite social, adinerada y tranquila, que imponía su voluntad telefónicamente. Desde el histórico café El Polo se impartían las consignas y a dedo señalaban los nombres de los próximos parlamentarios por los que se debía sufragar. Eran mandatos inapelables. El Mariscal se rebeló contra esos compadrazgos. Inició infatigables romerías por todos los municipios. Dormía en Aguadas, convocaba a los suyos a la hora de los maitines, daba consignas al medio día en Marmato, en las horas de la tarde visitaba Anserma, Mistrató, Supía, Belén de Umbría y la Virginia, para pernoctar en Pereira. En un fin de semana, como una ráfaga indetenible, le daba la vuelta al departamento. Esa inusitada capacidad misionera la repetía insistentemente, mientras sus contendores, familiarizados con mahometanos sometimientos reverenciales, preparaban tranquilos las determinaciones que ellos imponían a golpe de camándulas. Llegó la inolvidable Convención del Escorial. La gerontocracia tradicional se apuntalaba en unos sumisos conductores de los pueblos, leales a toda prueba, que entre rosarios y avemarías, esperaban oír las consignas de los fósiles monarcas de la tribu. Ahí fue Troya. La sorpresa mayoritaria la dio el fogoso Mariscal. Esa noche de gloria, en embestida milimétricamente sincronizada, Gilberto Alzate Avendaño, se hizo a la jefatura del Partido Conservador.
El otro asalto tuvo una estrategia bien distinta. La candidatura de Misael Pastrana hizo pedazos al conservatismo de Caldas. Los líderes nacionales se la jugaron en paro contra quien, exactamente, había sacado la mitad de la votación en una Convención llevada a cabo en Bogotá. Pastrana contó siempre con el respaldo de Mariano Ospina Pérez. José Restrepo Restrepo, Hernán Jaramillo Ocampo, Fernando Londoño, Castor Jaramillo Arrubla, Evaristo Sourdís y José Elías del Hierro, conformaron un poderoso sindicato contra Pastrana. Ese terremoto sirvió de coyuntura para el surgimiento de otras lealtades. Tres grupos, rivales entre sí, pero todos pastranistas, aparecieron en la arena. Jairo Salazar Álvarez, Darío Vera Jiménez y César Montoya Ocampo se recorrieron las provincias con la bandera del candidato. Luis Enrique Giraldo Neira, Omar Yepes Alzate, Humberto Arango Escobar marcaron una línea similar, pero distinta. Rodrigo Marín Bernal, Helgidio Ramírez y Jesús Jiménez Gómez, en rancho aparte, hicieron igual proselitismo. El triunfo de Pastrana trajo consecuencias. Los tres mosqueteros que saltaron de primeros a la arena, desaparecieron porque fueron absorbidos por cargos importantes en el nuevo gobierno o la diplomacia. El enfrentamiento, se redujo entre los grupos que dirigían Yepes y Marín. Giraldo Neira, gobernador, se dedicó a perseguir a José Restrepo y a sus amigos. Pero perdió influencia. La gente encontró albergue en la amplia y soleada casona de Yepes Alzate. Así mismo, con paciencia y tenacidad, puso a tambalear a Marín a quien desmanteló de sus adherentes. En últimas, Yepes recogió todas las huestes azules, consagrándose como su jefe único.
En Alzate había un caudillo de resplandor cenital. Era un monstruo de inteligencia superior. Soberbio, un tanto paranoico, desbordado en todo. Le gustaba el zarpazo, la acometida inesperada, el mando autoritario, el gesto olímpico. Era un fuhrer. Su presencia era avasallante. En su momento histórico, fue el hombre más grande de Colombia.
En nada se parece Yepes al mariscal Alzate. Este llegaba con fuerza de ciclón. Yepes es discreto y paciente. Alzate, acaparador y único. Yepes se tomó los comandos sin causar escozor entre sus rivales. Alzate de inteligencia asombrosa. Yepes talentoso y perseverante. Alzate abría troneras con el látigo de su verbo. Yepes, con cálculo frío, demolió poco a poco la trinchera del contrario. Los discursos de Alzate eran homéricos, de literatura arcaica. Yepes maneja un lenguaje directo, dialogante y concreto. A Alzate lo acompañaba una musa bombástica. La de Yepes es reposada, expositiva y convincente. Alzate era un retórico. La armadura mental de Yepes está saturada de realismos. Alzate escribía sobre campanas y grecolatinismos arrepentidos. El fuerte de Yepes no es el parlamento; su visión de las cosas está centrada en descarnados designios. Alzate se extraviaba en consideraciones estéticas. Yepes no «sacrifica un mundo para pulir un verso»; maneja el aquí y el ahora, y en vez de hablar, actúa. Alzate fue pródigo en enseñanzas intelectuales. Yepes deja soluciones. Al Mariscal Alzate se le recordará por lo que dijo. A Yepes por lo que hizo.
Con una reflexión adicional e increíble. Ni Alzate, ni Londoño, ni nadie, ha concentrado tanto poder como Yepes. Los que quisimos ser sus émulos quedamos tendidos en el campo. Alguna vez José Restrepo le preguntaba al entonces Director de LA PATRIA : « Dígame doctor Augusto León, qué tiene ese muchacho Yepes , de Génova -su amigo- que se apoderó del Partido y acabó con nosotros» ?
Nuestro querido jefe, Omar Yepes Alzate, es humilde. Jamás tiene actitudes de hombre soberbio. Maneja una encantadora sonrisa, de sus labios salen palabras amables, es generoso y abierto, es fraterno y amigo. Su hondo arraigo es una cuestión de química; suscita solidaridad con su destino. Villegas, Londoño y Alzate serán inolvidables por sus metáforas y retruécanos, por su lirismo embalsamado, por el Dionisio Elejalde y sus discursos constitucionales. Omar Yepes estará en el corazón del pueblo por como congresista que supo llevar luz a todas las covachas de Caldas, por las escuelas que hizo construir, por las carreteras que penetraron a todas las geografías de esta comarca, 'por los puentes sobre los ríos, en fin, porque en todas las veredas sembró su nombre con benéficas realizaciones...
Por torpezas incalificables algunas veces estuvimos lejos de sus empeños políticos. Jamás de su amistad. En esta edad de inevitable reposo, reconocer la grandeza ajena es una obligación ética. Proporciona alegría predicarlo a todos los vientos.
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