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Ni en el estéril suelo del África ahíto de barbarie, fue superada la fantasía malvada de estos Atilas criollos que con premeditación y sevicia tronchaban cuerpos y cabezas de inermes grupos humanos.
Italia, como Colombia, vivió un largo y trágico vía crucis desencadenado por mafias desalmadas, que se incrustaron en todos los estamentos del Estado. Sicilia se convirtió en el símbolo de la inmoralidad, orientada por corruptos, sometida al régimen atroz de los corleones. Se asesinaban sus jueces, el gobierno se compartía con los bandidos, y la hermosa Isla mediterránea era distribuida, para su manejo, entre bandas de sicarios que, con la omertá, la ley del silencio, sujetaba la población a una permanente psicosis de terror. Mario Puzzo con su libro “El Padrino” le descubrió al mundo la dimensión de una sociedad desintegrada, el híbrido magnetismo de los reyezuelos del crimen que, entre rosarios y blasfemias, ordenaban con frialdad pasmosa, la comisión de delitos horripilantes. Muchos políticos italianos tenían allí su plataforma electoral, siempre en maridaje con los monstruos que capitaneaban la delincuencia. Eran legisladores comprometidos para oponerse a los proyectos de leyes que perjudicaran ese contubernio maldadoso, vigilantes en el parlamento del bienestar de sus socios. Giulio Andreotti, de la Democracia Cristiana, Jefe de Gobierno por repetidos quinquenios, detenido por años y finalmente absuelto, fue señalado de tener pactos perversos con estas organizaciones secretas. Por la misma época irrumpieron en Italia las Brigadas Rojas, grupos de fanáticos, expertos en actos terroristas y en la comisión de homicidios de símbolos humanos. Aldo Moro fue secuestrado y poco después inmolado por los bárbaros. Nunca un país había soportado una mayor crisis de todos los valores.
A Italia la salvó el Poder Judicial. La vigorosa voz de un pueblo sojuzgado resurgió de las tumbas, del luto de las viudas, del desamparo de los huérfanos, que en emotivo movimiento colectivo, clamó por las “manos limpias”. Se capturaron y enjaularon los mafiosos, transportados después, enracimados, a los recintos de la justicia, y pese a sus amenazas y gritos coléricos, uno a uno fueron condenados. Fue esa una paciente labor de años, y aunque hubo muchas muertes de magistrados cometidas por sicarios, se logró la anhelada asepsia de las costumbres.
Ese triste paisaje histórico de la nación europea, hoy se revive aquí, entre exclamaciones irresponsables contra la Corte Suprema de Justicia. En estos últimos seis años se desbordó, como un maremoto, el más infernal desenfreno de la delincuencia. Los barones de un paramilitarismo perverso, irrumpieron como un ciclón devastador que nos ha colocado en rebajado y despreciable nivel, como en su momento, lo tuviera la Sicilia italiana. Gobernadores, alcaldes, unidades del Ejército y la Policía, participaron en el criminal desorden institucional. Los santos dineros del Estado sirvieron para fortalecer la cadena de asesinos expertos en la manipulación de sierras eléctricas, en el ahogamiento por asfixia, en el asalto nocturno a pequeños poblados, en el frenesí diabólico de unos depravados que musicalizaban con rancheras el sacrificio de seres indefensos.
Ni en el estéril suelo del África ahíto de barbarie, fue superada la fantasía malvada de estos Atilas criollos que con premeditación y sevicia tronchaban cuerpos y cabezas de inermes grupos humanos. Con los caudales que desaguaban de las arcas oficiales por manipulación dolosa de funcionarios, parlamentarios y políticos de todos los niveles, se remuneraba a los enloquecidos genocidas. Tantos crímenes no podían quedar en la impunidad. Con sobresalto espiritual nos hemos percatado que este país estaba quedando en manos de los paramilitares. El señor Mancuso, con desfachatez olímpica, afirmaba que las autodefensas habían penetrado todos los organismos del Estado. ¡Cierto! Ahora el ventilador ha volatilizado los excrementos. Senadores, representantes, diputados y alcaldes, en escritos irrebatibles, o mediante asambleas celebradas con el contubernio de la oscuridad, o en francachelas espirituosas en los ranchos de los facinerosos, pactaron la distribución de los dineros públicos que ingresaban a las tesorerías, para que solapadamente y con apariencias legales, fueron desviados para favorecer los ejércitos de la maldad.
La Corte Suprema está limpiando el rostro de la Patria. Si la refundación, como pregonaban los caporales, se iba a lograr por la brecha del delito, muy pronto o ya, seríamos estampillados ante el mundo como la nación más despreciable de la tierra. Para cauterizar esa arteria por donde circulaba un agua fétida, surgió como un milagro la acción de la justicia. Se quejan desde los presidios por la vileza de los acusadores. Exactamente esa es la zona purulenta de donde brota la prueba incriminadora. Los parlamentarios o altos funcionarios públicos, no iban a utilizar para sus fechorías a personajes diamantinos. Tenían que buscar, allá en la resaca humana, a Yidis impúdicas, a Teodolindos de columna vertebral abisagrada, a Pitirris deshonestos, para cometer sus peculados, para armar sibilinamente sus cohechos, para coronar sus apetencias burocráticas o para engordar sus fortunas. A esa cadena de felicidad tramposa le está poniendo fin nuestra justicia. Corolario para este sombrío telón de fondo, oprobioso y empequeñecedor, es el respaldo absoluto a la acción moralizadora de los jueces.
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